lunes, septiembre 03, 2007

La Caída

"Muchacha fumando", recitaba el cartoncito en blanco. Oleo sobre tela, 50 x 80 cm. El blanco como el lienzo en blanco, los rostros blancos de los hombres de traje, los dientes blancos y falsos de las señoras con sacos de visón, las mentes en blanco de las manadas de casi adolescentes que creían saberlo todo por haber leído un poco de Freud, Marx y Foucault.

Encendió otro cigarrillo. No fumaba desde hacía unos años, pero aquella no había sido una buena semana. De hecho, al pensarlo, ninguna semana reciente que pudiera recordar había sido particularmente buena. Entonces encendía otro cigarrillo, descorchaba una nueva botella.

Exhaló con fuerza, resoplando el humo negruzco pero a la vez el hastío, tal vez hasta el asco. Se paseó por la sala evitando cruzar la mirada con nadie, no podría soportar una nueva pero idéntica a las otras conversaciones acerca del sentido de retratar como en manchones la figura repetida, casi imaginada de un hombre en un bar olvidado, un bar en el que suena una milonga. Una escena que se desdibuja de tanto cliché, se desmorona, cae a pedazos. ¿Y a quién le importa el sentido de todo esto, si es que lo tiene? Después de todo, todos tenemos carne y sangre, y vemos al hombre sentado en el bar y nos convetimos en él por un momento, o nos sentamos y pedimos un café negro, o una ginebra, o quizá solo leamos el diario sin leerlo, con la mirada perdida entre los caracteres que al rato parecen hormigas, iguales, monótonas, y esperamos, rogamos que alguien pase por la vereda y pase a convertirse en nosotros.

No reconoció ninguno de esos trazos, ninguna emoción ungida a esas telas que debajo del pigmento eran irremediablemente idénticas. Se encontró preguntándose qué le había pasado en esos meses, más allá de lo obvio, qué parte de su alma o de su cuerpo se había quedado allí en Río Turbio, allí en Constitución, aquí perdido entre las calles grises e interminables de Buenos Aires. Su infinidad melancólica y opaca. El predecible sonido de un bandoneón que nadie está tocando.
Se detuvo de nuevo frente a la Muchacha Fumando. Intentó evitarla al principio, depositando la mirada en unos Pescadores al Atardecer, en la Mujer Desnuda, en el Mercado de Abasto. Pero le fue impoisible. Sus ojos, esos ojos, lo incineraban. Sus ojos pardos detrás de la cortina de humo que levantaba como un muro. Esos ojos. Sus ojos.
-Voy a quedarme en Santa cruz- dijo. No dudó. Su voz no tembló, se la veía tranquila, aunque su mirada era infinitamente triste. Y así fue todo. Él se fue con los críticos y las galerías y el champagne y el smog y el hombre del bar. Ella se quedó. Dando vueltas entre las minas y la nieve, la gente de siempre. Sus ojos y su humo.

No podía dejar de mirar la tela. La cortina firme y etérea, pero impenetrable. Preguntarse nuevamente por qué, siempre, una y otra vez. Su gélida distancia, sus manos cálidad. ¿Por qué, por qué, por qué?

Cerró los ojos casi con rabia. Voy a quedarme en Santa Cruz. Sus silencios. Su risa hipnotizante. La cortina, la muralla. La propia. Buenos Aires y sus autos, sus desiluciones rutinarias.

Ya no pudo moverse. En su mano una copa, en la otra la broche. Una silla vacía, los ojos perdidos, azules. Él solo. Dolían los trazos, por eso se quedó ahi quieto, al óleo.

Alguien compró el cuadro: un señor de traje y bigote. "La caída", creo que se llamaba.

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