domingo, mayo 07, 2006

Vos

Dimos un par de vueltas por la ciudad hasta que decidimos sentarnos en una placita. Había un gato gris merodeando y un par de vagabundos durmiendo en unos bancos, pero no nos preocuparon. Diste un par de vueltas como una nena en una juguetería y me dio miedo de que te quebrases y rompieses. Te recuerdo bailando sobre la hierba, inocente y despreocupada, con el cambio tintineando en el bolsillo de la camisa y la falda revoloteando como una mariposa ebria.
Me tomaste de la mano y caminaste alrededor de la fuente, intentando no caerte. Parecías una equilibrista procurando no dar un paso en falso. Resbalar significa la muerte, y vos no podes permitirte eso.
Te miré de reojo y me sonreí. Suavemente te tomé entre mis brazos –débiles pero no tanto- y te deposité en el suelo con delicadeza. Me acerqué a tu oído y tu perfume erizó mi piel.
-Te quiero.
Me miraste y tus mejillas tomaron el color de tus labios. Te sujeté con confianza (casi pareció que sabía lo que estaba haciendo) y bailamos los pocos pases que recordaba de la única clase de danza a la que habíamos ido. Llegaste tarde y alucinando, y llamaste “perra” a la profesora. Yo no pude sofocar una carcajada y tuvimos que prácticamente correr hacia la puerta. Esa fue la primera vez que te besé y lo recuerdo como si fuese ayer.
Pero no recuerdo los pases.

Me soltaste y corriste hacia la calesita, aunque sabes que suelo marearme con facilidad. Diste 1, 10, 800 vueltas hasta que tuve que bajarme de repente porque tenía el estómago en la garganta.
-Nenita.- me dijiste. De pura altanera.
Me incorporé de golpe y te perseguí hasta que te cansaste de correr y te rendiste y te disculpaste. Te abracé tan fuerte que creí que tus costillas colapsarían bajo mis brazos y te pregunté si estabas bien. Me besaste.

Me desperté a eso de las 11 a causa del gato que me lamía los dedos del pie. Le di una patada sin querer y soltó un bufido. La almohada todavía estaba impregnada de tu perfume pero vos no estabas y tampoco habías dejado ninguna nota.
Salté de la cama buscándote. No estabas en el baño, ni en la cocina, ni en la sala, ni en ningún lado. Encendí un cigarrillo y me recosté en el sofá preguntándome donde te habrías ido. No te gusta mucho caminar por la mañana, ni tampoco que fume ni que hable de política. Decís que son cosas de viejos. Por eso suelo salir sola, a observar a la gente y sus caras, a leer los titulares de los diarios, a fumar uno o dos cigarrillos y a pararme en la puerta de la panadería de Antonio y su mujer a sentir el aroma calentito que te abraza por adentro.
Como era de esperarse, el gato volvió y se echó en mi regazo (Gepetto le habías puesto, sólo a vos se te ocurren esas cosas). Ronroneó unos instantes y se durmió. “Porquería peluda que sos, pero tan hermoso”. No objetó nada.

Me acariciaste la mejilla con dulzura. Admirándome, no despertándome.
-¿Dónde estabas? Te extrañé.
-Fui a comprarte azucenas. Sé que te gustan mucho.

Por eso te esperé tanto.

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